11 Abril 2025
Un hecho inusual y profundamente triste ocurrió el jueves por la tarde en una dietética de la ciudad de Santa Fe, cuando un jubilado de más de 70 años protagonizó un asalto con tintes desesperados.
“Necesito un préstamo”, fue la frase con la que el hombre irrumpió en el local. La empleada, Valentina, creyó que se trataba de una broma y soltó una carcajada. Pero la sonrisa se borró rápidamente: el anciano sacó un arma y la miró con seriedad. “Esto es un robo”, le advirtió.
A pesar de no apuntarle directamente, el hombre mostró el arma y mantuvo una actitud cada vez más nerviosa. “Dame la plata, la necesito”, insistió con un tono más suplicante que amenazante. “Dámela porque no voy a responder de mí”, llegó a decirle.
Valentina intentó calmarlo. “No tengo nada, señor”, le contestó. Pero el hombre no se detenía. “¿Cómo no vas a tener? Dámela, por favor te lo pido”, repetía. Finalmente, la joven le entregó el dinero que había en caja. “Es todo lo que tengo, es lo de los proveedores”, explicó mientras se alejaba unos pasos para no poner en riesgo su integridad.
El asaltante huyó con el botín, cuya suma no trascendió. Hasta el momento no se confirmó si fue identificado o detenido.
Más allá del hecho en sí, el episodio dejó una marca en quienes lo presenciaron y en la comunidad. La imagen de un jubilado armado, pidiendo dinero casi con vergüenza, revela una problemática más profunda: una vida entera que no encontró refugio en la vejez, un sistema que lo dejó atrás.
No es solo un delito; es una señal de alarma. Es el retrato de una sociedad que ha fallado en proteger a quienes ya lo dieron todo. Un dolor silencioso que mezcla impotencia y vergüenza. Porque, a veces, detrás de un arma no hay odio ni codicia, sino abandono.
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